julio 10, 2006

Saudade

Hay cosas que ocurren una vez y no vuelven a pasar, como visitas que pasan por nuestra casa una vez y nunca más vuelven a ser nuestros invitados.
Somos un hotel de paso para grandes y fugitivos personajes y sin darnos cuenta, los extrañamos a tal punto que ya no nos duele su ausencia, simplemente los añoramos.
Así es el amor, ese fugitivo ausente, ese lujurioso tan calmo y a veces cobarde figurín insolente, que no sé hasta dónde es irreal o en qué momento dejó de ser una verdad. Aquí cabe preguntarme si fui yo quien se despojó del tiempo y se quedó atrapada en el muro de los lamentos, aún cuando no me duele su ausencia.
Ha amanecido en mi vida. Las aguas están calmas, la pesca es buena, el paisaje perfecto, pero está la inquietud de esa ausencia eterna, o más bien de cuál es el estado normal de las cosas, si la soledad o la compañía. Será que una estación sigue a la otra inexorablemente y sin contemplaciones, con la facilidad del vuelo de un ave o del correr de un río. Al fin y al cabo todos somos tan efímeros como el viento.
Hace rato que te fuiste, hace mucho que dejaste de complicar mi vida, de mirarme con deseo y tocarme con pasión. Hace mucho que no te siento de verdad en mi corazón.
De manera retrospectiva has llegado a mi vida y he de admitir que gracias a ti me he descubierto a mí misma en los linderos del río y en la sublime blancura de las altas nubes. Ahora, de manera futurística, creo saber cuándo y dónde te veré llegar, sin rencores, hasta la puerta de mi casa, para quedarte allí más de una estación.

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