enero 31, 2010

Había olvidado


Como un viejo recuerdo de años lejanos, se me había olvidado lo que significaba que el corazón volviera a latir en carrera al acercarse el momento del encuentro, como si tuviera 15 años otra vez.

Había olvidado lo que era levantarse y pensar en otro ser humano, más allá del trabajo o los amigos. Había olvidado lo que era el brillo que se cuela en los ojos cuando te preguntan o simplemente cuando recuerdas.

Había olvidado lo que era el calor de una caricia, el recuerdo olfativo de la piel de otro o ese escalofrío repentino que nos invade al recordar.

No me había percatado de mi corazón de hielo y mi piel de mármol, focilizándose a la intemperie cual castillo perdido en el desierto. No sabía que me había enfríado tanto y que me me habían inmunizado contra el cariño.

Había olvidado que un abrazo tiene el poder de socabar las defensas del castillo más protegido para dejar pasar un beso y ponernos a soñar.

Inclusive mis manos habían olvidado cómo era eso de tocar, de sentir, de acompañarse en la vida más que de anillos y páginas secas, más que de pretextos, plumas, teclados y trabajo.

¿Qué más pude haber olvidado que tú no puedas recordarme? Sólo sé que ya he emprendido el camino que me llevará a averiguarlo.

enero 15, 2010

En el reino de este mundo... entre Haití y el infierno

Sería irresponsable de mi parte si comparo a Cinchona con Haití. Pero tengo que partir del hecho.

El 8 de enero del 2009, cuando nuestros compatriotas de Cinchona cayeron, los atajaron 4 millones de corazones, que sin pensarlo dos veces se voltearon hacia ese pequeño lugar de Costa Rica. Dos noches después, aunque sin casa y algunos sin familiares y amigos, los cinchonenses recibieron esperanzas (y algunas promesas).

Hoy mientras escribo se ha cumplido una semana del terremoto en Haití y la tierra no les da tregua. Sigue temblando y los edificios siguen cayendo. Los muertos se apilan como en una escena de guerra, como si hubiésemos enviado a CNN al infierno a filmar el terror en su esencia.

Leo una crónica publicada el viernes 15 en El País y me pregunto dónde quedan las esperanzas de un pueblo que no puede ni limpiarse las heridas así mismo. Dependen entonces de lo que el resto haga (y sí que lo están haciendo, cientos de países, miles y miles de personas y recursos dirigidos a este país tan pobre y olvidado).

Hace varios años que Haití no puede resolver sus propios problemas básicos que fueron creciendo con sus 2 millones de habitantes en Puerto Príncipe -la capital y el epicentro del terremoto-. Esta tragedia viene entonces a coronar una larga cadena de tragedias mal atendidas, de explotaciones externas e internas que han ido convirtiendo a la zona en un infierno.

Mientras tanto llegan también las historias de madres que prefieren dar en "regalo" a sus hijos, porque no tienen nada. NADA. Y sus vecinos tampoco. Y sus familiares tampoco. Y su gobierno tampoco. Ayer alguien cuestionaba a esos padres, como si uno pudiera jugar de moralista en mitad de la tragedia, donde la línea entre el bien y el mal se ha desdibujado.

Hoy en la mañana alguien, un alguien, repitió lo que le escuchara la semana pasada a Pat Robertson, líder religioso: que los haitianos son tan creyenceros, que se lo tienen merecido.

¿Que Dios sabe lo que hace? ¿Alguien le preguntó a Dios por qué de pronto Haití se ha convertido en el infierno?

Los muertos, muertos están. Los vivos se están muriendo en vida. Probablemente este pueblo, abandonado por los ojos del mundo pueda mitigar el impacto inmediato de la tragedia. Sin embargo, en el reino de este mundo, me pregunto si luego de darles tantos peces, podremos enseñarlos a pescar.

enero 11, 2010

Mujer soltera, mujer divorciada

Nota de la autora: Si este ha sido uno de los blogs más duros que he escrito, creo que tengo que decir que sí. Se lo dedico a una persona que me ha enseñado mucho y a la que le tengo un aprecio enorme, LVG.


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Uno de los aprendizajes más duros que me ha tocado enfrentar durante ésta, mi adultez joven, es el lugar que me toca dentro de la clasificación moderna de las castas. Pagar lo que llama Silvio Rodríguez "el precio de ser uno mismo" ha sido duro y hasta sorpresivo.

Si es cierto que ya no soy sierva o señora, sobre mí recaen otros títulos, resultado de mis propias decisiones. Llevarlos implica también llevar la llave que abre ciertos círculos, ciertos estatus.

Ser mujer soltera, sin pareja, sin pretendientes aparentes, sin planes de dejar la soltería y sin tan siquiera un mínimo atisbo de querer dejarla, implica no tener estatus, no tener un título, y por ende, pertenecer a la nada social que es el mundo de los solteros.

Pero, ¡Oh, sorpresa de las sorpresas! Escuchar que la mujer que ostenta el título de divorciada entra en el limbo de los títulos, es peor aún que entender que mi posición actual no tiene llave alguna al mundo de las mujeres que sí tienen títulos.

No puedo hacer un equivalente entre la soltería y el divorcio (y no lo voy a hacer) pero la condena de la mujer divorciada es aún mayor que la que pesa sobre mi cabeza. Entiéndase que no la comparto en ningún sentido.

Déjenme describirlo de la siguiente manera: es un frío helado, un silencio tímido pero constante, un desdén callado pero firme, un dedo que se extiende bajo la ropa para señalar a aquella que no pudo sostener su matrimonio, es decir, la que no pudo darle a su marido lo que necesitaba. El péndulo es invisible pero puedo verlo, en su viaje hasta el cuello de la "divorciada", sin parar. Entonces ya no es digna de las conversaciones ni las actividades de la mujer casada. ¿Por qué invitarla si ella ahora no tiene estatus ni lo merece?

Sí, puedo sentir el juicio inquisitorio murmurar tras ella, como si fuera una bruja en Salem, como si llevara colgada del pecho la letra escarlata, como si la ausencia de anillo fuera un pecado mortal.

Si el peso de la soltería es grande y algunas veces estorboso, pero pasable, el peso del divorcio es el equivalente a ir por el pulgatorio cargando la piedra de la condena.

Miro a mi amiga y juro, se los juro, ella sigue siendo la misma mujer que me dio su amistad y me abrió las puertas de su corazón, sin tener yo una llave de esas que llaman título. Sin ser yo una tía, una abuela, una mujer casada, una novia, una comprometida, una viuda o una abuela; siendo yo quien soy, ella vio lo que tenía que ver y me dejó entrar en su vida. La miro y quisiera cortar los dedos acusadores y los murmullos odiosos de la condena.

Para mí se merece una alfombra de flores más que el caldero hirviente donde la tienen, no porque sea una "mártir" o una "sobreviviente", sino sólo porque es mujer, porque es mi amiga y uno a las amigas les desea lo mejor.

Mientras tanto yo espero mi muerte. El "non-grato" que me colgarán del cuello -si no es que lo llevo hace un buen tiempo- parece anteceder a mis llegadas, a mis discursos y a mis detalles.
-No, ella no- dice una voz escurridiza y solapada
-¿Y por qué ella no?- responde la otra con miedo
-Está soltera-
-¡Ah, qué mal!-responde escandalizada... y con miedo

Es la condena por considerarse "completa" en este mundo.