Nota de la autora: Si este ha sido uno de los blogs más duros que he escrito, creo que tengo que decir que sí. Se lo dedico a una persona que me ha enseñado mucho y a la que le tengo un aprecio enorme, LVG.
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Uno de los aprendizajes más duros que me ha tocado enfrentar durante ésta, mi adultez joven, es el lugar que me toca dentro de la clasificación moderna de las castas. Pagar lo que llama Silvio Rodríguez "el precio de ser uno mismo" ha sido duro y hasta sorpresivo.
Si es cierto que ya no soy sierva o señora, sobre mí recaen otros títulos, resultado de mis propias decisiones. Llevarlos implica también llevar la llave que abre ciertos círculos, ciertos estatus.
Ser mujer soltera, sin pareja, sin pretendientes aparentes, sin planes de dejar la soltería y sin tan siquiera un mínimo atisbo de querer dejarla, implica no tener estatus, no tener un título, y por ende, pertenecer a la nada social que es el mundo de los solteros.
Pero, ¡Oh, sorpresa de las sorpresas! Escuchar que la mujer que ostenta el título de divorciada entra en el limbo de los títulos, es peor aún que entender que mi posición actual no tiene llave alguna al mundo de las mujeres que sí tienen títulos.
No puedo hacer un equivalente entre la soltería y el divorcio (y no lo voy a hacer) pero la condena de la mujer divorciada es aún mayor que la que pesa sobre mi cabeza. Entiéndase que no la comparto en ningún sentido.
Déjenme describirlo de la siguiente manera: es un frío helado, un silencio tímido pero constante, un desdén callado pero firme, un dedo que se extiende bajo la ropa para señalar a aquella que no pudo sostener su matrimonio, es decir, la que no pudo darle a su marido lo que necesitaba. El péndulo es invisible pero puedo verlo, en su viaje hasta el cuello de la "divorciada", sin parar. Entonces ya no es digna de las conversaciones ni las actividades de la mujer casada. ¿Por qué invitarla si ella ahora no tiene estatus ni lo merece?
Sí, puedo sentir el juicio inquisitorio murmurar tras ella, como si fuera una bruja en Salem, como si llevara colgada del pecho la letra escarlata, como si la ausencia de anillo fuera un pecado mortal.
Si el peso de la soltería es grande y algunas veces estorboso, pero pasable, el peso del divorcio es el equivalente a ir por el pulgatorio cargando la piedra de la condena.
Miro a mi amiga y juro, se los juro, ella sigue siendo la misma mujer que me dio su amistad y me abrió las puertas de su corazón, sin tener yo una llave de esas que llaman título. Sin ser yo una tía, una abuela, una mujer casada, una novia, una comprometida, una viuda o una abuela; siendo yo quien soy, ella vio lo que tenía que ver y me dejó entrar en su vida. La miro y quisiera cortar los dedos acusadores y los murmullos odiosos de la condena.
Para mí se merece una alfombra de flores más que el caldero hirviente donde la tienen, no porque sea una "mártir" o una "sobreviviente", sino sólo porque es mujer, porque es mi amiga y uno a las amigas les desea lo mejor.
Mientras tanto yo espero mi muerte. El "non-grato" que me colgarán del cuello -si no es que lo llevo hace un buen tiempo- parece anteceder a mis llegadas, a mis discursos y a mis detalles.
-No, ella no- dice una voz escurridiza y solapada
-¿Y por qué ella no?- responde la otra con miedo
-Está soltera-
-¡Ah, qué mal!-responde escandalizada... y con miedo
Es la condena por considerarse "completa" en este mundo.