marzo 30, 2006

La sinfonía inconclusa

En mi lecho estabas tú, con tu cara de susto, con tu piel enfriándose al ritmo de un bailecillo cansado, como si no le interesara nada de lo que había en tu mente.
Es como si pudiera verte, allí tendido, ansiandome, deseándome, llamándome con la extensión de tus dedos traviesos. Luego recuerdo tu pecho, el que toqué tan pocas veces y besé menos. Y voy bajando, por el camino de la perdición, despacio, despacio, como si no importara el tiempo.
¿Es que acaso hay algo mejor que esto? Puedo verte, puedo sentirte tan nervioso y ansioso como un niño, mirando cada movimiento que hago, esperando a que ver con qué arma daré la primera estocada. ¿Será mi boca tibia y húmeda?, ¿o mejor mis manos suaves?. No, son mis pechos los que llegan primero, y puedo sentir cómo reaccionas, cómo se contraen tus piernas y tu abdomen al contacto regio de dos pezones.
Lo recuerdo bien. Volví a subir con la misma lentitud con la que bajé, pero mis labios se adelantaron a mis manos, y tu pecho fue entonces la víctica de las arremetidas de mi lengua. Entonces sentí tu pulso, un corazón acelerado, que me pedía más mientras yo le daba más.
Y mis labios se encontraron con los tuyos, mientras mis manos te dieron el golpe bajo que terminó con tu paciencia de hombre. Recuerdo cómo me tomaste, cómo hiciste que mis piernas cedieran al ruego de tu sexo, cómo hiciste que tu lengua fuese más grande y más hábil que la más grande inteligencia humana.
Y de pronto el río se desató. Pude escuchar tus gemidos, esa respiración rápida y tortuosa que me encadenó, ese escándalo de mi propio ser cuando estaba cerca del monte tantas veces escalado, pero jamás alcanzado; pude sentirte mío, gozando cada milímetro de mi cuerpo con la euforia de alguien que jamás va a voler.
Para cuando llegó el clímax de ambos ya me habías dejado. Mis gritos de ansiedad no pudiste escucharlos, y la consumación de nuestros deseos debimos dejarla a la imaginación.
No ves acaso que la próxima vez que te vea podrías morir en mis manos?

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