mayo 11, 2009

New York, New York


En la inmensidad de la Gran Manzana me sentí insignificante. En esos 21,5 kilómetros que mide Manhattan, la realidad tuvo un matiz distinto.

La gente parecía ir y venir convencida de que vive en el centro del universo y cada discurso, cada esquina de la ciudad, cada edificio y cada atracción, lo confirman. Por lo menos ese es el discurso de la NBC en el piso 70 del Top of the Rock Building, en el Rockefeller Center.

Pero cuando me aprendí las rutas del metro; cuando hice la fila para cada una de las paradas turísticas; cuando me senté en el Times Square a comerme una hamburguesa de McDonalds, inevitablemente me sentí como una mosca en una enorme pared, con miles de moscas más.

John Lennon tenía razón: "Si Estados Unidos fuera el imperio Romano, New York sería Roma".

Nada tiene que ver Sex and The City con la verdadera cara de la ciudad. No vi tal glamour de mujeres en tacones altísimos caminando por la quinta avenida. Allá no existía la crisis y mucho menos la gripe porcina. Pero todos saben lo que es un GPS y un teléfono con conexión Wi Fi gratuita en prácticamente todo lado.

¿Qué se dice cuando se vive sin un hueco en la calle y sin una estrella en el cielo? Que la vida es muy solitaria y que aunque lo tenemos todo, no se puede tomar agua del tubo. La carne es perfecta y las verduras también, pero no saben a nada. Todos comen por tres y las tallas grandes son realmente GRANDES. En realidad, todo es grande. Los centros comerciales, las autopistas, las casetas de peaje, el río Hudson, los museos, los barrios y la soledad.

Extrañé las simplicidades de esta vida tan tica mientras envidié su desarrollo, una envidia que se disipó cerca de la hora de regreso. Yo olía a New York, tanto que creí que lo tico se me iba a borrar en el próximo baño. Extrañé el olor de todo lo que no como: gallo pinto, natilla, aguadulce, tamales, arroz con leche.

Sabía que cuando me tocara manejar otra vez en las calles de San José, me sentiría realmente subdesarrollada, pero en fin, no puedo comparar a un país que cabe en la Florida con la súper máquina de dinero y sueños de oro que es la Gran Manzana.

Por cierto, ya encontré la respuesta a la pregunta de por qué le llaman la Gran Manzana. Simplemente a Manhattan no se le puede comer de un solo mordisco.

No extraño los mareos del avión ni las filas de espera, pero este lugar es embriagante. Al cuarto o quinto día me entró el mal de patria y la cabanga. Al sexto estaba harta de los combos Super Size y del helado de TODOS los sabores. Pero al poner un pie en el aeropuerto Juan Santamaría, comenzó a invadirme un sentimiento medio raro, como si el cuerpo quisiera devolverse a ver los museos que no pudimos ver por falta de tiempo o por cansancio, como si de verdad quisiera ir a echarme debajo de uno de los arbolitos del Central Park, o como si en serio quisiera comerme un hot dog de los puestos callejeros ahí por la catedral de San Patricio. Hasta me invadió una profunda tristeza por ese par de edificios que sólo conocí en fotografías y cuyo espacio vacío me faltó visitar.

Casi un mes después extraño a la señorita Libertad y los viajes en el metro. ¡Esos sí que son toda una aventura!. Miro los tickets de los museos y las atracciones y me entran las ganas de agarrar mis maletas e irme a caminar, de nuevo hasta el cansancio, por las calles de Manhattan cantando una versión tica de English Man in New York para ver si me contratan en Broadway.

En resumen, dicen por ahí que los viajes nos enriquecen. Si eso es cierto, juro que yo regresé millonaria.

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